
Sitios / situaciones relativos a la novela "Los detectives salvajes", de Roberto Bolaño, 1998. Citas de la primera edición mexicana (Anagrama, 2008).
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De izquierda a derecha:
Macario Matus
Roberto Bolaño [Arturo Belano]
Mario Santiago Papasquiaro [Ulises Lima]
Orlando Guillén [El Cojo]
Alcira Soust Scaffo [Auxilio Lacouture]
Julián Gómez
Bruno Montané [Felipe Müller]
Casa del Lago, Chapultepec, Ciudad de México, 1975. [De la exposición: "Alcira Soust Scaffo: Escribir poesía, ¿vivir dónde?" @ Museo Universitario de Arte Contemporáneo, UNAM, 2018)
#infrarrealistas #detectivessalvajes #realvisceralistas

Después volví a tomar un avión y fui hospitalizada en una clínica de Los Ángeles. Allí conocí a un médico llamado doctor Kalb del que poco a poco me hice amiga. Pesaba treinta y cinco kilos y por las tardes veía la tele y poca cosa más. Mi madre se instaló en un hotel de Los Ángeles, en el centro, en la calle 6, y todos los días iba a verme.

Después me monté en el Nissan y me fui a dar una vuelta por Los Ángeles. En la guantera llevaba un mapa que consulté detalladamente antes de encender el motor. Luego lo puse en marcha y salí de la clínica. Sé que pasé por delante del Civic Center, del Music Center, del Dorothy Chandler Pavillion.

Comí en el restaurante de la clínica y trabé conversación con una enfermera. La enfermera se llamaba Rosario Álvarez y había nacido en el DF. Le pregunté qué tal era la vida en Los Ángeles y dijo que dependía de cada día, a veces podía ser muy buena y a veces muy mala, pero que trabajando duro se podía salir adelante. Le pregunté cuánto tiempo hacía que no iba a México. Demasiado tiempo, dijo, no tengo dinero para la nostalgia. Después compré un periódico y volví a subir a la habitación de la señora Schwartz. Me senté junto a la ventana y busqué en el periódico los museos y la cartelera de cines. Había una película en la calle Alvarado que de pronto tuve ganas de ver. Hacía mucho que no iba al cine y la calle Alvarado no estaba lejos de la clínica. Sin embargo cuando estuve junto a la taquilla se me fueron las ganas y seguí caminando. Todo el mundo dice que Los Ángeles no es una ciudad para los que van a pie.

Al cabo de un año de la muerte del señor Schwartz la señora Schwartz enfermó y tuvo que ser hospitalizada en una clínica de Los Ángeles. Al día siguiente fui a verla y estaba dormida. La clínica estaba en el centro, en Wilshire Boulevard, cerca del parque Douglas MacArthur. #EdithOster

No sé cuánto rato estuve conduciendo, sólo sé que en ningún momento me bajé del Nissan y que en Beverly Hills salí de la 101 y vagué por calles secundarias hasta Santa Mónica. Allí cogí la 10 o la Santa Mónica Freeway y volví al centro, luego cogí la 11, pasé por Wilshire Boulevard, aunque no pude salir sino más adelante, a la altura de la calle Tercera. Cuando volví a la clínica eran las diez de la noche y la señora Schwartz había muerto.
¿Ya visitaste el café el café "La Habana"?
BTDT🙉
Seguro ya, estuve viendo más de lo que públicas, y me encanta. Saludos
🐬❤️

Y no va a incluir poemas míos. ¿Y eso cómo lo sabes?, le dije. Me lo confirmó un amigo, dijo Rafael, no quiere tratos de ninguna especie con los real visceralistas. Entonces yo le dije que eso no era del todo cierto, pues si bien el cabrón que estaba preparando la antología había excluido a Ulises Lima, no pasaba lo mismo con María y Angélica Font ni con Ernesto San Epifanio ni conmigo. De nosotros sí quiere poemas, le dije. Rafael no contestó, estábamos caminando por Misterios, y Rafael miró hacia el horizonte, como si pudiera ver un horizonte, aunque el lugar de éste lo ocuparan casas, nubes de humo, la neblina del atardecer del DF.

—¿Y ésta? –dije yo, mientras le mostraba el dibujo primero a Lima y después a los otros. —Un mexicano subiendo por una escalera –dijo Lupe.

Mary Watson, Sutherland Place, Londres, mayo de 1978. En el verano de 1977 viajé a Francia con mi amigo Hugh Marks. Yo entonces estudiaba Literatura en Oxford y vivía con el escaso importe de una beca de estudiante. Hugh cobraba de la Seguridad Social. No éramos amantes, sólo amigos, la verdad es que uno de los motivos de que saliéramos juntos de Londres aquel verano fueron las relaciones sentimentales que cada uno sufría por su lado y la certeza de que entre nosotros todo aquello era impensable. A Hugh lo había dejado una escocesa abominable. A mí me había dejado un chico de la universidad, uno que siempre iba rodeado de chicas y del cual yo creía estar enamorada.

Bárbara Patterson, en una habitación del Hotel Los Claveles, avenida Niño Perdido esquina Juan de Dios Peza, México DF, septiembre de 1976. […] Yo estaba en México dizque para hacer un curso de posgrado sobre la obra de Juan Rulfo, pero en un recital de poesía de la Casa del Lago conocí a Rafael y nos enamoramos en el acto. O eso fue lo que me pasó a mí, de Rafael no estoy tan segura. Esa misma noche lo arrastré hasta el hotel Los Claveles, donde aún vivo, y cogimos hasta reventar. Bueno, Rafael es un poco gandul, pero yo no y me las arreglé para tenerlo en forma hasta que las primeras luces se desparramaron (como desmayadas o fulminadas, qué amaneceres más raros tiene esta puta ciudad) por Niño Perdido.

...y cuando ya me disponía a tirar por Revillagigedo en dirección a la Alameda, de una esquina surgió o se materializó Quim Font. Me llevé un susto de muerte.

El alumbrado público en Bucareli es blanco, en la avenida Guerrero era más bien de una tonalidad ambarina.
🚨📚

Los libros que más recuerdo son los que robé en México DF, entre los dieciséis y los diecinueve años, y los que compré en Chile cuando tenía veinte, en los primeros meses del golpe de Estado. En México había una librería extraordinaria. Se llamaba Librería de Cristal y estaba en la Alameda. Sus paredes, incluso el techo, eran de vidrio. Vidrio y vigas de hierro. Examinada desde fuera, parecía imposible poder robar un libro allí. Sin embargo, la tentación de hacer la prueba pudo más que la prudencia y al cabo de un tiempo lo intenté. El primer libro que cayó en mis manos fue un pequeño tomo de Pierre Louÿs, con hojas delgadas como papel de Biblia, no sé ahora si Afrodita o Las canciones de Bilitis. Sé que tenía dieciséis años y que Louÿs se convirtió en mi maestro durante algún tiempo. Después robé libros de Max Beerbohm (El hipócrita feliz), de Champfleury, de Samuel Pepys, de los hermanos Goncourt, de Alphonse Daudet, de los mexicanos Rulfo y Arreola, que entonces estaban, a su manera, activos, y que por lo tanto era factible que hasta yo me los pudiera encontrar una mañana cualquiera en la abigarrada avenida Niño Perdido, una avenida que los mapas que hoy tengo del DF me escamotean, como si Niño Perdido sólo hubiera existido en mi imaginación o como si la calle, con sus tiendas subterráneas y con sus espectáculos, se hubiera, efectivamente, perdido, tal como me perdí yo a los dieciséis años. De esas brumas, de esos asaltos sigilosos, recuerdo muchos libros de poesía. Libros de Armado Nervo, de Alfonso Reyes, de Renato Leduc, de Gilberto Owen, de Huerta y de Tablada, y de poetas norteamericanos, como El general William Booth entra en el paraíso, del gran Vachel Lindsay. Pero fue una novela la que me sacó y me volvió a meter en el infierno. Esta novela es La caída, de Camus, y todo lo que concierne a ella lo recuerdo como atrapado en una luz espectral, luz de atardecer inmóvil, aunque yo la leí, la devoré, iluminado por aquellas mañanas privilegiadas del DF, que son o que eran de una luminosidad roja y verde cercada por ruidos, en un banco de la Alameda, sin dinero y con todo el día, es decir con toda la vida, a mi disposición. Después de Camus todo cambió. Recuerdo el ejemplar: era un libro de letras muy grandes, como un primer abecedario, de pocas páginas, de tapas duras, con un dibujo horrendo en la portada, un libro difícil de sustraer y que no supe si ocultar bajo la axila o en la espalda, pues no se amoldaba a mi americana de estudiante cimarrero, y que al final saqué a vista y paciencia de todos los empleados de la Librería de Cristal, que es una de las mejores formas de robar y que había aprendido en un cuento de Edgar Allan Poe. A partir de entonces, de aquella sustracción y de aquella lectura, pasé de ser un lector prudente a ser un lector voraz, y de ladrón de libros me convertí en atracador de libros. Quería leerlo todo, que, en mi simpleza, equivalía a querer o a intentar descubrir el mecanismo hecho de azar que había llevado al personaje de Camus a aceptar su atroz destino. Contra todas las predicciones, mi carrera de atracador de libros fue larga y provechosa, pero un día me atraparon. Por suerte, no fue en la Librería de Cristal sino en la Librería del Sótano, que está o estaba enfrente de la Alameda, en la avenida Juárez, y que como su nombre indica era un sótano de proporciones considerables en donde se amontonaban relucientes las últimas novedades llegadas de Buenos Aires o de Barcelona. Mi detención fue ignominiosa. Parecía como si los samuráis de la librería hubieran puesto precio a mi cabeza. Amenazaron con expulsarme del país, con propinarme una madriza en el sótano de la Librería del Sótano, lo que a mí me sonó como si aquellos neofilósofos hablaran entre ellos de la destrucción de la destrucción, y al final, tras una larga deliberación, me dejaron en libertad no sin antes apropiarse de todos los libros que yo llevaba, entre los que estaba La caída, ninguno de los cuales había robado allí.
Roberto Bolaño

—Cinco mexicanos meando dentro de un orinal –dijo Lima.

El día del terremoto volví a ver a Laura Damián. Hacía mucho que no experimentaba una visión parecida. Veía cosas, veía ideas, sobre todo veía dolor, pero no veía a Laura Damián, la figura borrosa de Laura Damián, sus labios entre adivinados y avistados diciendo que todo estaba bien.

…atravesé Niños Héroes, atravesé la plaza Pacheco (que conmemora al abuelito de José Emilio y que estaba vacía, pero esta vez sin sombras y sin risas).

Laura Jáuregui, Tlalpan, México DF, mayo de 1976. ¿Ha visto usted alguna vez un documental de esos pájaros que construyen jardines, torres, zonas limpias de arbustos en donde ejecutan sus danzas de seducción? ¿Sabía que sólo se aparean los que construyen el mejor jardín, la mejor torre, la mejor pista, los que ejecutan la más elaborada de las danzas? ¿No ha visto usted nunca a esos pájaros ridículos que bailan hasta la extenuación para conquistar a la hembra? Así era Arturo Belano, un pavorreal presumido y tonto.

—Dos mexicanos en una de esas bicicletas para dos –dijo Lupe.
—O dos mexicanos en la cuerda floja –dijo Lima.

7 de enero Cosas en claro: Cesárea Tinajero estuvo aquí. No encontramos rastros suyos ni en el Registro, ni en la universidad, ni en los archivos parroquiales, ni en la Biblioteca, que atesora, no sé por qué, los archivos del viejo hospital de Santa Teresa convertido ahora en el Hospital General Sepúlveda, un héroe de la Revolución. Sin embargo, en el Centinela de Santa Teresa le permitieron a Belano y a Lima espulgar la hemeroteca correspondiente del periódico...