Libros Robados - Tumblr Posts
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Los libros que más recuerdo son los que robé en México DF, entre los dieciséis y los diecinueve años, y los que compré en Chile cuando tenía veinte, en los primeros meses del golpe de Estado. En México había una librería extraordinaria. Se llamaba Librería de Cristal y estaba en la Alameda. Sus paredes, incluso el techo, eran de vidrio. Vidrio y vigas de hierro. Examinada desde fuera, parecía imposible poder robar un libro allí. Sin embargo, la tentación de hacer la prueba pudo más que la prudencia y al cabo de un tiempo lo intenté. El primer libro que cayó en mis manos fue un pequeño tomo de Pierre Louÿs, con hojas delgadas como papel de Biblia, no sé ahora si Afrodita o Las canciones de Bilitis. Sé que tenía dieciséis años y que Louÿs se convirtió en mi maestro durante algún tiempo. Después robé libros de Max Beerbohm (El hipócrita feliz), de Champfleury, de Samuel Pepys, de los hermanos Goncourt, de Alphonse Daudet, de los mexicanos Rulfo y Arreola, que entonces estaban, a su manera, activos, y que por lo tanto era factible que hasta yo me los pudiera encontrar una mañana cualquiera en la abigarrada avenida Niño Perdido, una avenida que los mapas que hoy tengo del DF me escamotean, como si Niño Perdido sólo hubiera existido en mi imaginación o como si la calle, con sus tiendas subterráneas y con sus espectáculos, se hubiera, efectivamente, perdido, tal como me perdí yo a los dieciséis años. De esas brumas, de esos asaltos sigilosos, recuerdo muchos libros de poesía. Libros de Armado Nervo, de Alfonso Reyes, de Renato Leduc, de Gilberto Owen, de Huerta y de Tablada, y de poetas norteamericanos, como El general William Booth entra en el paraíso, del gran Vachel Lindsay. Pero fue una novela la que me sacó y me volvió a meter en el infierno. Esta novela es La caída, de Camus, y todo lo que concierne a ella lo recuerdo como atrapado en una luz espectral, luz de atardecer inmóvil, aunque yo la leí, la devoré, iluminado por aquellas mañanas privilegiadas del DF, que son o que eran de una luminosidad roja y verde cercada por ruidos, en un banco de la Alameda, sin dinero y con todo el día, es decir con toda la vida, a mi disposición. Después de Camus todo cambió. Recuerdo el ejemplar: era un libro de letras muy grandes, como un primer abecedario, de pocas páginas, de tapas duras, con un dibujo horrendo en la portada, un libro difícil de sustraer y que no supe si ocultar bajo la axila o en la espalda, pues no se amoldaba a mi americana de estudiante cimarrero, y que al final saqué a vista y paciencia de todos los empleados de la Librería de Cristal, que es una de las mejores formas de robar y que había aprendido en un cuento de Edgar Allan Poe. A partir de entonces, de aquella sustracción y de aquella lectura, pasé de ser un lector prudente a ser un lector voraz, y de ladrón de libros me convertí en atracador de libros. Quería leerlo todo, que, en mi simpleza, equivalía a querer o a intentar descubrir el mecanismo hecho de azar que había llevado al personaje de Camus a aceptar su atroz destino. Contra todas las predicciones, mi carrera de atracador de libros fue larga y provechosa, pero un día me atraparon. Por suerte, no fue en la Librería de Cristal sino en la Librería del Sótano, que está o estaba enfrente de la Alameda, en la avenida Juárez, y que como su nombre indica era un sótano de proporciones considerables en donde se amontonaban relucientes las últimas novedades llegadas de Buenos Aires o de Barcelona. Mi detención fue ignominiosa. Parecía como si los samuráis de la librería hubieran puesto precio a mi cabeza. Amenazaron con expulsarme del país, con propinarme una madriza en el sótano de la Librería del Sótano, lo que a mí me sonó como si aquellos neofilósofos hablaran entre ellos de la destrucción de la destrucción, y al final, tras una larga deliberación, me dejaron en libertad no sin antes apropiarse de todos los libros que yo llevaba, entre los que estaba La caída, ninguno de los cuales había robado allí.
Roberto Bolaño